Bueno, pues aquí os dejo el cuento entero.
Se lo dedico a Jotaerre, que lo siguó desde el principio. A Mmar, felizmente reaparecida, ante los gritos de soledad del anterior y a Laura por las fotos que ha colgado de unos eventos que difícilmente podremos olvidar. Muchos besos a tod@s.
Antonio G1.
EL OTRO CUENTO DE LA ALHAMBRA
“… y, de pronto, surgió
de las entrañas de la tierra
como una rosa que se abre…”
…………….
Antiguamente, la colina donde hoy se asienta el palacio de la Alhambra, era un suave bosquecillo de jara y encinas, agujereado por hebras de agua cristalina que bajaban, relucientes, hasta el Albaicín, donde tomaban reposo en un estanque.
Por aquel entonces, se decía que esas aguas traían “duende”, expresión que aún se utiliza actualmente para designar algo misterioso, escondido y profundo, como salido de las entrañas de la tierra misma.
Pues bien, en dicho barrio del Albaicín, vivía un joven panadero, huérfano y aventurero, llamado Abdul Al Jalid, a quien no amedrentaba la prohibición tácita, que había en toda la ciudad, de subir hasta la colina del bosque. En efecto, nunca se supo que se hubiera dado ningún aviso al respecto, ni bando ni edicto. Nadie hablaba mucho de ello, pero estaba en mente de todos que aquellas aguas “traían duende”. No hacía falta decir más.
Fuera por curiosidad, por desafío o por ambas cosas a la vez, , Abdul, desoyendo lo que la prudencia y la cordura aconsejaban, se había internado, alguna que otra vez, en las inmediaciones del bosque y había divisado, a lo lejos, cómo la masa vegetal se apretaba en un determinado lugar, precisamente aquél de donde procedía con más fuerza el rumor de los hilillos de agua que, a modo de orquesta, sumía la zona en un permanente murmullo casi musical.
El joven Abdul había visto todo esto, pero nunca tuvo el valor suficiente para ir más lejos.
Sin embargo, hubo un día. Aquella mañana el agua bajaba como danzando hacia el estanque desde los múltiples canalillos que se retorcían, abrazando las piedras a su paso. Por un momento, Abdul recordó la pelvis de las bailarinas a las que miraba embelesado en las fiestas de la ciudad, y se imaginó que un enjambre de ombligos líquidos le llamaban por su nombre. En otro momento, creía que eran las lágrimas de alguna misteriosa cautiva que, en algún recóndito lugar, lloraba y lloraba; y entonces le parecía ver, en cada gota, un beso perdido, abierto y sin dueño. En otro momento…¡quién sabe lo que corría por su atolondrada imaginación!. De todos modos, pensó que algo pasaba allá arriba, que algo había estado ocurriendo siempre y, ese fue su error, creyó que él tenía que saberlo.
No bien hubo cruzado la linde de matorrales y arbustos sueltos, a donde ya en otras ocasiones se había acercado, le invadió la extraña percepción de estar observando algo que no debiera; de estar entrometiéndose en alguna ajena intimidad. No se veía, sin embargo, más que las ingles espumosas del agua, apretándose ante la estrechez de la bajada, algún que otro pájaro de raro plumaje y, cada vez, más espesor de savia vegetal.
Siguió avanzando, contoneándose a veces, para evitar la extraña disposición de algunas ramas. Parecía que este bosque había crecido sin observar muy cuidadosamente las leyes de la naturaleza. Algunos árboles invadían espacios inverosímiles. pero el conjunto era de una paz y una sensación de libertad como nunca antes había experimentado.
Sólo una cosa le preocupaba: aquel sentimiento de estar desnudando a alguien, a alguien o a algo que estaba desprevenido; y notaba un aire hostil hacia su persona; una hostilidad no violenta, sino asustada y temerosa.
Poco a poco, los sonidos iban creciendo. Cada vez oía más matices, y más fuertes. Los árboles, ahora, parecían moverse, y rozaban sus brazos. El agua se descomponía en gotas de modo caprichoso. El viento se oía, sin que uno solo de sus cabellos se alterase. ¿Y los pájaros?. No se veía ninguno desde hacía rato, pero sus extraños trinos le envolvían desde todos los rincones. En vez de clarificarse, cada vez que lograba aislar un sonido del resto, aparecían muchos otros nuevos sonidos. Y sin embargo, al mismo tiempo, parecía como si todo estuviera en calma, y, por momentos, sólo escuchaba los latidos de su propio corazón.
Metió el pié en un riachuelo, y le pareció que algo, muy pequeño, se detenía. Siguió caminando, entre complacido y temeroso. Pensó que llegaría a perder pronto su capacidad de asombro, pero, a cada paso, aquél crecía. Los colores también crecían, multiplicándose cada vez más, y el aire llevaba perfumes que se aspiraban sin mezclarse.
Transportado, de esta manera, tanto por sus pasos como por su fascinación, se halló, de pronto, en medio de una frondosidad exuberante. Se detuvo un momento, y entonces notó como si se posara sobre algo vivo. Algo se movió bajo su cuerpo, perdió el equilibrio, y se notó cayendo, cayendo,….
Cuando recuperó la fuerza de sus sentidos, no sabía si se encontraba encima o debajo de la tierra. Se vió en un mediano patio, reposando su cabeza en la inmediatez de un fuente, cuyo chapoteo, le había ido, poco a poco, devolviendo la consciencia.
Se fijó también en aquellas figuras de raros animales. Rodeó con su mirada los soportales artesanados, cargados con un enjambre de celosías multicolor.
El cielo, en lo alto, le devolvió la certeza de que seguía vivo y de que todo aquello era real. El sol del mediodía bajaba, después de una intrépida excursión, entre repujados de mil destellos, a recogerse a los pies de las columnillas de mármol blanco que sostenían tan abigarrada arquitectura.
Bebió un poco de agua para intentar recuperarse de tantas impresiones. Se levantó, y, presa de una gran agitación, echó a correr, buscando la salida a través de aquellas amplias estancias, que multiplicaban los sonidos de sus piés por un sorprendido silencio de siglos.
No supo bien cómo salió, por fin, del laberinto de patios, salas y pasadizos, todos abiertos, que fue encontrando a su paso. Y creyó que el aire que llenó sus pulmones cuando estuvo fuera del recinto, fué el primero que tomara en mucho tiempo.
No tomó mucho más. Sólo el necesario para, echando la vista atrás, contemplar desde fuera, aquella maravilla surgida, inesperadamente, de la nada, y para, inmediatamente después, seguir corriendo, corriendo, atravesando los mismos parajes que, ahora le parecían como los de tantos otros montes.
Cuando llegó, jadeante, a las primeras casas del Albaicín, quienes acudieron a sus gritos pudieron escuchar, de labios entrecortados, el relato más fascinante que jamás se pudo contar.
Sólo había que levantar la mirada. Estaba ahí. En lo alto. Desafiando, con su sorprendente majestad, el silencio del cielo y la curiosidad del sol.
¡Un Pa-la-cio! ¡Un Pa-la-cio! ¡Un Pa-la-cio!.
Poco después, tal vez abrumado por los acontecimientos, tal vez afligido por algún recóndito sentimiento de culpa, tal vez castigado ¿por qué? ¿por quién? . El caso es que el joven panadero enmudeció y ya no hubo manera de que volviera a pronunciar ni tan siquiera su propio nombre. Su silencio se hizo más patente cuanto más era percibido por todos que aquellas aguas ya no “traían duende” . Ni, qué decir tiene, que ya no lo trajeron nunca más.
La vida siguió en el barrio y en toda la ciudad. Con el paso del tiempo, la gente se acostumbró a ver todos los días el palacio allá, en lo alto de la colina y, poco a poco se fue perdiendo la historia de Abdul Al Jalid.
En un principio, todo el que quiso, pudo visitarlo, entrar y salir por entre sus múltiples y vacíos rincones, hasta que la autoridad competente se hizo cargo de su custodia y mantenimiento, tal y como ha seguido ocurriendo hasta el día de hoy, en el que esta joya monumental tiene una merecidísima fama mundial.
No ocurrió así con la memoria del joven aprendiz que, como ya se ha dicho, ha quedado enterrada bajo el peso de los siglos, y seguramente, bajo el peso, más grave, de la conveniencia e intereses de los múltiples gestores de tan fantástico préstamo de los dioses. …………………
Y es que habeis de saber que el palacio de La Alhambra no es más que un préstamo, sin fecha de caducidad predeterminada, pero sujeto a unas condiciones pactadas por quienes han tenido potestad para ello.
Habeis de saber también que la torpeza de Abdul, el joven aprendiz de panadero, rompió un hechizo de siglos.
Todo esto habeis de conocer, aunque Alá es El Más Grande, y en su inmensa misericordia está el dar a entender al mundo la verdad de las cosas y de los hechos.
Que El me ilumine y guíe mi torpe mano, a fin de poder continuar desvelando lo que durante tanto tiempo ha permanecido oculto.
Habéis de saber, por fin, que el suntuoso palacio de La Alhambra fue creado para ser la residencia matrimonial del joven Muley-Al Raschid y la bellísima Zaraima la Dulce, su amantísima esposa, a quienes los antiguos sabios que gobiernan el mundo, con el permiso y encargo de Alá, el Más Alto, habían obsequiado con semejante tesoro, construído bajo tierra, con motivo de su enlace y en premio a su inmenso amor, que merecería ser eterno. Una eternidad para el mejor ejemplo de amor humano. Un reducto donde el cariño y la ternura permanecieran por los siglos de los siglos, como monumento viviente a la entrega mutua y a la pasión compartida.
Hubo una condición sin embargo: Toda la zona que coronaba, sepultando, las alturas del palacio; todo aquel enjambre de naturaleza bañada por los finos y transparentes tirabuzones del agua, estaba prohibido a la curiosidad ajena. De tal manera que si algún osado caminante hollaba con su pié desnudo la tierra situada justamente encima del tálamo nupcial, el encanto desaparecería. El palacio y sus habitantes serían expulsados al exterior, convirtiéndose, ellos en simples mortales, mientras que su hermosa morada sufriría igualmente el deterioro y las inclemencias del tiempo.
Y esto fue lo que, en definitiva, ocurrió por obra y gracia de la atolondrada imprudencia del joven aprendiz. Imprudencia y atolondramiento que suelen estar bastante extendidos, también en nuestros días, entre los que, alejados, tanto de la infancia como de la madurez, transitan por la vida a espaldas de los condicionamientos sociales más elementales.
Sin embargo, y por último, habéis de terminar sabiendo que, tras el desafortunado acontecimiento que acabo de relataros, y una vez hubieron fallecido y abandonado, por tanto, su carne mortal nuestros desheredados enamorados, los siete sabios reunidos, antes de dar su permiso para la siguiente reencarnación, y teniendo en cuenta la encomiable actitud que Muley y Zaraima mantuvieron en vida, así como su resignada aceptación del castigo, constituyendo un modelo de vida en común, y de solidaridad con sus semejantes. Llevados los sabios, por lo tanto, de su infinita compasión y magnanimidad (sea todo ello con el permiso y la bendición de Alá, cuyo nombre triunfe siempre contra el infiel) dispusieron que…..
Ellos no lo saben, pero sus espíritus continúan en esta tierra, sin que guarden memoria de vidas anteriores.
Si un día, alguna de las innumerables parejas que visitan el Palacio de La Alhambra, a quienes la casualidad y la fuerza del amor hubiera vuelto a unir….
Ellos no lo saben, pero si llegaran a cruzar juntos la puerta de acceso en la que el sortilegio hace aparecer una mano a poca distancia de una llave….
Si en alguna de las reencarnaciones posteriores, Muley y Zaraima , volvieran a encontrarse, volvieran a enamorarse, y entraran en el actual palacio de La Alhambra…..
Ellos no lo saben, pero entonces, la mano tomará la llave y cerrará todos los accesos. La tierra volverá a abrirse, el Palacio entero se hundirá en ella, y con él, todas cuantas personas, animales o cosas se encuentren en su interior.
Así está dispuesto, acordado y sellado.
De este modo, la feliz pareja recuperará, para siempre, su perdido tesoro, juntamente con la bendición de quienes mueven el mundo; mientras que todo ser animado permanecerá transformado en estatua viviente para ornato y acompañamiento de aquellos que habrían merecido, definitivamente, el amor eterno.
Todo esto me contaron. Todo esto os cuento, pero Alá es El Más Sabio.